Publicado en Planeta Ciclismo nº 53
Al clasicismo, que es como decir a la inmortalidad, en el ciclismo se puede llegar por varias vías. Como a casi todo, por otra parte. En el caso de los lugares más sacrosantos de nuestro deporte, el camino más común para alcanzar ese estatus que trasciende a su propia naturaleza suele ser la repetición, la acumulación de momentos inolvidables que tuvieron lugar en estos parajes. Tiene todo el sentido del mundo porque casi siempre es el suceso el que hace al mito. Sin embargo, en muy contadas ocasiones nos encontramos con sitios que nacen convertidos ya en clásicos. Lugares que, en contra del devenir natural de la vida, son mito antes que historia. Escenarios que se adueñan del imaginario del aficionado antes siquiera de que los ciclistas lleguen a transitarlos. Es lo que sucedió, sucede, con el Angliru, el mito contemporáneo de nuestro ciclismo.

Tras el boom experimentado en los mitificados años 80, la Vuelta a España había caído en un cierto grado de autocomplacencia en la década posterior, algo que quedaba reflejado en los cada vez más repetitivos recorridos, tanto en su diseño como en los lugares que se visitaban. Si a esto unimos que el «fenómeno Indurain» había desplazado la atención del gran público ya no hacia el Tour, sino incluso al hasta entonces denostado Giro, y que el cambio de fechas de abril a septiembre había abierto un periodo de absoluta incertidumbre sobre el futuro de nuestra carrera, nos encontramos ante un escenario que exigía un cambio brusco de dirección, un volantazo que frenase la inercia de irrelevancia a la que parecía abocada La Vuelta y que le devolviese una identidad propia con la que reubicarse dentro del cambiante mundo de finales de siglo. Y es ahí donde el Angliru jugó un papel decisivo. Descubierto en 1996 para Unipublic por Miguel Prieto, director de información de la ONCE pero sobre todo asturiano, no fue hasta 1999 que se ascendió por primera vez en competición. Y para cuando el 12 de septiembre de aquel año la carrera llegó hasta sus rampas, la expectación por lo que entonces se consideró «la ascensión más dura del mundo» era tal que el resultado deportivo parecía ser casi secundario. No podía ser de otra forma, ya se sabe que los ganadores pasan pero las montañas son eternas.
Chava pionero
Pero que el resultado pasase a ser secundario no quiere decir que fuese irrelevante. Y menos si por medio andaba la figura más mediática del ciclismo español pos-Indurain, el abulense Chava Jiménez. El inclasificable corredor del Banesto se convirtió en el primer vencedor en la cima del Angliru en un agónico final en el que batió al esprín a otro de los grandes grimpeurs del momento, el ruso Pavel Tonkov, al que había cazado ya en los metros finales luego de protagonizar una prodigiosa ascensión en la que se había ido deshaciendo de Ullrich, Olano y hasta de Roberto Heras, al que aventajó en más de un minuto. Por detrás lo más sorprendente habían sido las prestaciones de un Olano vestido de amarillo que había distanciado a sus por entonces máximos rivales por el liderato: el propio Ullrich (51” peor que el guipuzcoano), Igor González de Galdeano (1’25” de retraso) y Ángel Casero (1’50”) y que sólo había cedido tiempo, aparte de los mencionados Jiménez, Tonkov y Heras, con Triqui Beltrán. Eso sí, Olano acabaría perdiendo el liderato cinco días más tarde, en Andorra, en favor de Ullrich, que acabaría siendo el vencedor de aquella edición, la última del siglo XX, que pasó a la historia por muchos motivos, entre otros que el Angliru se había confirmado como todo lo que había prometido: un escenario único, el icono del nuevo ciclismo que estaba por venir.

Del Rey Heras a la rebelión de Aitor
El impacto mediático de la aparición del Angliru había sido tal que la organización no dudó en recurrir a su nuevo «niño mimado» en las ediciones de 2000 y 2002. Heredero de lo que en su día había supuesto para La Vuelta la ascensión a Los Lagos, el Angliru era el Nuevo Rey de nuestra ronda, la montaña con la que todos los aficionados soñaban en cuanto se empezaba a hablar del recorrido de la siguiente edición. Pero la organización también había tomado nota de un aspecto que en su primera edición quizás había ignorado con demasiada ligereza, esto es, la ubicación de la etapa del Angliru dentro del global de la carrera. Si en 1999 sólo habíamos tenido que esperar hasta la octava etapa de la Vuelta para encontrarnos con ella, en 2000 y 2002 hubo que esperar hasta la decimosexta jornada de competición para que La Vuelta llegase hasta su recién estrenado tótem. La idea era que la etapa fuese aún más decisiva de lo que había resultado en 1999. Y vaya si lo fue.

En la edición de 2000 Casero, entonces enrolado en el Festina, y Heras, aún en el Kelme, llegaban empatados a tiempo a la jornada asturiana con el bejarano como líder. Del Angliru éste salió con 3’41” sobre el valenciano… que se mantenía segundo en la general. Angliru no sólo había sido decisivo, había dictado sentencia: Heras sería el ganador de La Vuelta salvo hecatombe y lo sería por aplastamiento: ni siquiera esperó a las rampas más duras para, a rueda de Escartín, hacer saltar La Vuelta en mil pedazos. A partir de ahí, un paseo triunfal con la victoria final como recompensa. Poco importó que por delante un Simoni, que meses antes había hecho podio en el Giro, lograse convertirse en el segundo ganador en el Angliru aprovechando su irrelevante posición en la general para asaltar la cima asturiana desde una posición de privilegio en la fuga del día.

Más tormentosa y menos decisiva resultó la edición de 2002, a la que también se llegaba con dos corredores virtualmente empatados (Óscar Sevilla líder, Aitor González a 1”) pero con la particularidad de que ambos eran compañeros de equipo en Kelme, equipo que había abandonado el tercero de la general, Roberto Heras, para convertirse en el gregario mejor pagado del mundo del entonces Rey del Mundo Lance Armstrong. Y fue precisamente el bejarano el que de nuevo salió triunfante en mitad de la tormenta que se había desatado en el equipo dirigido por Vicente Belda. Porque fue en las rampas del Angliru donde por fin quedó escenificado el «Golpe de Estado» de Aitor González contra la jerarquía establecida por su director, que confiaba en Sevilla como su baza principal para la general. Porque fue precisamente Aitor quien desencadenó la batalla a siete kilómetros de la cima, una batalla de la que Heras fue el principal beneficiado (vencedor de etapa y nuevo líder) y Sevilla el gran damnificado (cayó a la tercer posición, a 1’08” del líder del US Postal y a 33” de su sublevado compañero). Con las etapas de León y la Covatilla como únicas jornadas de montaña más la crono final por las calles de Madrid, La Vuelta parecía una cosa de dos: Heras y Aitor, pues no había escenario posible en el que Sevilla pudiese remontarle a sus rivales el tiempo perdido en el Angliru. Y menos con el enemigo en casa. Y aunque Aitor cedió tiempo respecto a Heras en la Covatilla, lo recuperó con creces en la crono final para acabar proclamándose vencedor final de una Vuelta en la que el Angliru fue «no tan decisivo».
Los dos disparos de Contador
Para cuando La Vuelta volvió al Angliru en 2008, el ciclismo ya era otro. Habían pasado seis años, Armstrong se había retirado y algunos de los protagonistas de las primeras ascensiones al coloso asturiano se habían ido con él. Incluso nos habíamos tenido que despedir de manera trágica de Chava Jiménez. Mientras tanto, una nueva generación de ciclistas españoles había cogido el testigo para acabar convirtiéndose en la mejor de nuestra historia, en la Generación Dorada que en ese 2008 lo ganó todo. Entre otras muchas cosas, La Vuelta. Y fueron tres de sus corredores más icónicos los que protagonizaron una de las mejores ascensiones vividas en el Angliru.

Contador, que venía de ganar el Giro casi por despecho (Astana había sido excluido del Tour y el pinteño no pudo defender título), sería el protagonista absoluto, asaltando el liderato que hasta entonces era de Egoi Martínez. Pero lo que era más importante a la larga, distanciando a su compañero Leipheimer, al que aventajó en 1’05”, más que suficientes para neutralizar los 18” de ventaja con los que el estadounidense había partido esa misma mañana de San Vicente de la Barquera. Contador se había marchado con Valverde respondiendo a un ataque del murciano cuando el grupo de favoritos no era más que un duelo Alberto vs. Alejandro escoltado, cada uno de ellos, por el mejor de sus gregarios: Leipheimer y Purito Rodríguez. Y a cinco kilómetros de la cima, en una de las curvas más dura, el madrileño aceleró lo suficiente para acabar soltado al líder del Caisse. A partir de ahí, monólogo en blanco (Contador era ese día líder de los jóvenes) y recital de escalador puro hasta la cima. Por detrás, Valverde cedía 42” con el vencedor de etapa y nuevo líder pero empezaba a recuperar respecto al resto algo de los más de tres minutos que se había dejado el día anterior cuando en una inexplicable maniobra, decidió bajar él mismo al coche del equipo a por un chubasquero con la carrera lanzada. El murciano quedó cortado y cedió un tiempo que se antojó irrecuperable en lo que quedaba de Vuelta. Mientras que Sastre, reciente ganador del Tour y quinto en la etapa a 1’32”, se colocaba tercero en la general.
La ventaja de Contador sobre Leipheimer en el Angliru acabó siendo capital para la victoria del madrileño en La Vuelta pues en la cronoescalada de Navacerrada su compañero logró recortar la ventaja hasta los 46”.

Y nueve años más tarde, en el penúltimo día de su carrera deportiva, el pinteño nos regaló una de las jornadas más emotivas de la historia reciente de nuestro ciclismo con una agónica victoria cargada de simbolismo. Contador había perseguido ese último disparo con ahínco durante tres semanas. Apartado de la lucha por la victoria final, el corredor del Trek daba sus últimas pedaladas entre el cariño de la afición y la angustia por una victoria que no llegaba. Hasta el Angliru. Su ataque bajando el Cordal, el trabajo de Pantano, la colaboración desinteresada de Enric Mas y Soler, la persecución de los «villanos» Froome y Poels… la ascensión al Angliru tuvo todos los ingredientes de la más dramática de las narraciones. Un drama que sólo podía acabar con la victoria del «héroe». En meta, lágrimas y toda la emoción contenida durante semanas y sobre todo durante los kilómetros finales. Era el fin de fiesta perfecto para un corredor de leyenda que además se convertía en el primero (y por ahora único) en inscribir su nombre dos veces como ganador en el Angliru. Por detrás Froome sentenciaba su primera Vuelta a España ganada en la carretera y el primer doblete Vuelta-Tour desde 1978, el primero también desde que la ronda española había pasado a septiembre.
La sorpresa de Cobo, el «factor» Horner y una ascensión fantasmal
Volviendo atrás en el tiempo, retrocedemos hasta 2011. Contador había doblado Giro-Tour acuciado por una inminente sanción por dopaje que ya estaba cumpliendo el otro gran icono de nuestro ciclismo entonces, Alejandro Valverde. En paralelo, 2011 había sido el año de la verdadera eclosión de ese proyecto mastodóntico que supuso el Sky y La Vuelta de ese año debía ser la primera de sus muchas muescas y el señalado no era otro que Bradley Wiggins, el «elegido» por Brailsford para poner al ciclismo británico en la pole del pelotón internacional. Pero sucedió que en la crono de Salamanca un semidesconocido Chris Froome se reveló (¿o se rebeló?) como el verdadero caudillo de la Royal Sky Force y se colocó de líder con 20” de ventaja sobre su compañero, aunque un día más tarde Wiggins volvía al liderato. Y así, de rojo, llegaba el líder del Sky a la etapa del Angliru, de nuevo la decimoquinta. Con su compañero a sólo 7” y con Mollema a 36”. Cuarto era un sorprendente Cobo, a 55”. Y fue el cántabro el verdadero protagonista de la jornada. Su ataque a siete kilómetros de la cima, justo cuando se abren las puertas del infierno, resultó letal para todos sus rivales. Poels, Menchov y un liberado Froome cedían 48” y Wiggins, junto a Anton, 1’21”. El corredor del Geox se puso de líder, posición que no cedería… ¡hasta 2019! Ocho años después de proclamarse vencedor de la Vuelta a España por sólo 13” (otra vez vital la ventaja obtenida en el Angliru), la UCI decidía desposeerle de su triunfo por dopaje. Froome era nombrado vencedor final. Había que volver a reordenar el palmarés de una gran vuelta.
Menos convulsa pero igualmente sorprendente resultó la edición de 2013. Al igual que iba a suceder cuatro años más tarde, se guardó la etapa del Angliru para el final. Ubicada justo antes del paseo triunfal de Madrid, el coloso asturiano iba a dictar sentencia definitiva sobre la carrera, máxime cuando se llegaba con una exigua ventaja de 3” en favor de un sorprendente Horner sobre el italiano Nibali, al que todo el mundo daba como virtual vencedor pues parecía imposible que un Horner por encima de los cuarenta pudiese aguantar a un Nibali en el cénit de su carrera y que ese mismo año había conquistado el Giro. Pero sucedió que fue el exgregario de Armstrong el que puso todo patas arriba y sentenció La Vuelta descolgando a Nibali a menos de dos kilómetros de meta y aventajándole en 28”, suficientes para certificar quizá la mayor sorpresa en una gran vuelta de toda la década.

Tras la inolvidable edición de 2017, La Vuelta tardaría tres años en volver al Angliru para otra jornada igualmente inolvidable aunque esta por motivos muy distintos. De hecho, basta con citar la fecha en que se disputó la etapa para entender el porqué: 1 de noviembre de 2020. El año de la pandemia, del confinamiento. De los estadios y pabellones vacíos. De la gente con mascarilla en las cunetas. Y de las montañas desiertas. Porque así, sin público, se disputó una etapa que tiene en la marea humana que se forma en sus seis kilómetros finales, uno de sus signos de identidad más poderoso. Y en ese contexto de silencio, lluvia y cunetas vacías, se disputó una etapa que fue un capítulo más de la gloriosa lucha que durante tres semanas mantuvieron el esloveno Roglič y el ecuatoriano Carapaz. Éste fue el gran beneficiado de la jornada pues su rival pasó su peor día en las rampas del Angliru y puesto que ambos habían llegados empatados a tiempo al inicio de la etapa, los 10” de ventaja que consiguió el ecuatoriano fueron suficientes para vestirse de rojo, si bien iba a perder su posición de privilegio al día siguiente, en la cronoescalada de Ézaro.
Mientras, por delante, un escalador puro como Hugh Carthy, un auténtico «junco», conseguía la que probablemente fuese la mejor victoria de su carrera profesional con una exhibición de prestaciones en la escalada que nunca había alcanzado y que, por ahora, tampoco ha vuelto a mostrar. El suyo sería el último nombre en inscribirse en el palmarés de «la ascensión más dura del mundo». Hasta este año.

La ascensión que lo cambió todo
Ochos veces ha sido ascendido el Angliru en el transcurso de La Vuelta y siempre ha sido sido definitiva, sí al menos capital. En cinco de ellas, el corredor que salió líder de su cima consiguió la victoria final en La Vuelta, incluso tres de ellos fueron vencedores en la cima del Angliru y de la general final. Cierto es que su ubicación dentro del recorrido general, cada vez más cerca del final de La Vuelta, ha influido en este dato pero más allá de este baile de cifras, lo que sí ha demostrado Angliru durante estas ocho ediciones es que el ganador final de la ronda tenía que rendir de manera excelsa en sus rampas porque un hundimiento que en otros puertos se puede minimizar y reducir a un puñado de segundos, en las pendientes imposibles del Angliru se convierten en minutos.
Pero el verdadero impacto del Angliru quizás haya que medirlo en cómo se convirtió en el pionero de un tipo de ascensiones hasta entonces inéditas en el ciclismo profesional y que gracias principalmente a los avances tecnológicos en el diseño de las bicicletas ha permitido llevar la competición a lugares antes vetados por su excesiva dureza. Es el llamado «cuestacabrismo» que a tantos aficionados atrae y que tanto enoja a los más puristas y ortodoxos. Después de Angliru llegó el Zoncolan en Italia (2003) y recientemente el Gamoniteiro, también en Asturias (2021). Todos ellos se han convertido en lugares icónicos principalmente de Giro y Vuelta, aunque recientemente el Tour parece querer acercarse también a este tipo de lugares. La audiencia los demanda y los resultados deportivos parecen respaldar su presencia. Esos mismos avances que han permitido el acceso a estas ascensiones son los que han convertido las subidas más clásicas en puertos donde hacer diferencias es cada vez más difícil.
Angliru, Zoncolan, Gamoniteiro… son, así, el último reducto del escalador puro, el último lugar donde ver a esta especie casi en extinción expresarse con total libertad, en plenitud. Quizá, sólo por eso, ya merecen la pena.
Sergio Espada