El ciclismo rácano, plano y sin ambición es el practicado por un gran porcentaje del pelotón. Las distancias entre el gregario y el líder ya no es tan grande y cualquier intento de ataque puede ser reprimido por un equipo sin ni siquiera descomponerse. En ese sentido el ciclismo se ha vuelto previsible, se conoce cómo, dónde y cuándo van a pasar cosas. Es un problema de héroes y de falta de ambición, pero también existe una tendencia por lo general en los diseños de las etapas por parte de los organizadores que favorecen de dicha circunstancia.
Es el caso de la Vuelta a España. Tras una edición 2009 en la que los puertos ascendidos eran desaprovechados casi en su totalidad por los grandes líderes, dejó una sensación triste, de pesimismo, que fueron acompañadas por unos niveles de interés mediático bastante bajo. Se recordaba la ausencia del gran campeón del momento, Contador, y de la falta de combatividad. Incluso el ganador final, Valverde, acostumbrado a llevarse triunfos de etapa, no obtuvo ninguno.
En 2010 hubo un cambio. Si un puerto largo y de un porcentaje “Tour” acaba disputándose únicamente en los últimos tres kilómetros, ¿por qué no hacemos que esos tres últimos kilómetros sean realmente espectaculares? Ahí comenzaron a aparecer los llamados “muritos” que tanta salsa dieron, sobre todo, a los primeros días de carrera. Hablar de este giro como un éxito es incuestionable cuando casi todas las carreras por etapas han optado por este modelo. Sí, no es nuevo, ya que precisamente es este carácter explosivo y cercano a la meta el que durante muchos años ha presidido una mítica clásica como la Flecha Valona.
Este reinvento ha cambiado el ciclismo. ¿A mejor? ¿A peor? Lo cierto es que ha revitalizado esas anodinas etapas de transición que antes abundaban y que ahora brillan por su ausencia. Lo cierto es que con este tipo de trazados (exportados, todo sea dicho y con matices, a Giro y Tour) se favorece que ese ciclismo del pancarteo se crezca. Si los últimos kilómetros son los más exigentes de la etapa, ¿por qué he de atacar antes? -dirán los ciclistas-.
Es cierto que se puede alegar que este modelo favorece que haya menos sorpresas, y no le faltaría razón a quien lo sostuviese. Pero bien es cierto que con modelos similares también hemos visto grandes tardes de ciclismo y también con recorridos más ‘clásicos’ hemos visto auténticas aberraciones a la historia de este deporte. Los ciclistas y los directores tienen mucho peso y culpa en eso, incluso por encima de los recorridos. ¿Quién ha dejado de recordar el ‘gran’ espectáculo producido en la subida a Plateau de Beille en 2011, protagonizado por favoritos prácticamente parados durante una durísima ascensión a uno de los puertos más difíciles de los Pirineos? Por contra, ¿se hubiese producido el mismo movimiento en los Alpes de haber sido otro tipo de etapas? Probablemente también, no hay que olvidar que el llano entre el Izoard y el Galibier, con parte más dura al final de la etapa, no fue un obstáculo para que Andy Schleck dejara fuera de combate a todos… menos a Evans.
También la tiene la UCI, dueña de un sistema de reparto de puntos totalmente desequilibrado y que favorece el pancarteo, el riesgo cero de los corredores, sobre todo en grandes vueltas. Hacer puesto se ha convertido también en un objetivo, cuando sólo debería ser ganar un objetivo real y final. Nada de celebrar terceros puestos, más allá de haber luchado por ser el ganador. Es verdad que se debe dar valor a la regularidad, pero el espectáculo ha llegado a cotas muy elevadas de conformismo. Por ello la UCI debería tomar cartas en el asunto, favorecer un sistema que ayude a hacer ciclismo y no dinero.
El ciclismo del pancarteo provoca que el interés mediático de las etapas se reduzca a los últimos kilómetros. Así el ciclismo es combinable con la famosa siesta, pero hace que el previo no sirva de nada. ¿Reducimos entonces las etapas a 20 kilómetros y con final en una subida de porcentajes extremos? Hay que tener cuidado con no dejar que el tren llegue demasiado lejos.
L.S.