La buena salud del ciclismo norteamericano

En julio de 1986, Greg Lemond se convertía en el primer norteamericano en ganar el Tour de Francia. Al “país más poderoso de la Tierra” le había llevado menos tiempo poner un hombre en la Luna que en el podio de los Campos Elíseos. Pero como si de un trasunto ciclista de las misiones “apolonianas” se tratase, aquella gesta no iba a ser sino el pistoletazo de salida que iba a permitir a los norteamericanos ser el país con más victorias en la Grand Bouclé en las siguientes dos décadas pues a los dos triunfos consecutivos del propio Lemond en 1989 y 1990 habría que añadir los 7 de ese Ícaro del ciclismo que es Lance Armstrong. En total, diez victorias en 20 años. Desde entonces sólo España ha ganado tantos Tours como Estados Unidos, diez en ambos casos.

Los triunfos de Lemond llegaron, sin embargo, enrolado en equipos extranjeros: La Vie Claire en 1986, el ADR en 1989 y la Z-Peugeot en 1990. Y es que mediados los ’80, el ciclismo era aún un deporte minoritario en Estados Unidos y la figura de Greg Lemond una excentricidad más, una feliz anomalía dentro de un país acostumbrado a no mirar más allá de sus fronteras, al menos en lo que a deporte se refiere, nada más que durante los Juegos Olímpicos. En este contexto, sólo la marca de supermercados 7 Eleven se había atrevido a formar un equipo compuesto básicamente por corredores yanquis con los que disputar el calendario internacional. Y fue precisamente enrolado en sus filas como Andrew Hampsten se convirtió, en 1988, dos años después del triunfo de Lemond en París, en el primer norteamericano en ganar el Giro de Italia.

En 1991 Motorola, una marca de telecomunicaciones norteamericana que iba a vivir sus días de gloria en la segunda mitad de los ’90, tomaba el relevo de 7 Eleven como patrocinador de un proyecto cada vez más estable y consolidado que se armaba en torno a un bloque de buenos corredores locales y veteranos fiables procedentes, principalmente, de países de habla inglesa, como el canadiense Steve Bauer, el australiano Phil Anderson o el británico Sean Yates. Un año más tarde, el 8 de agosto de 1992, iba a llegar al equipo un joven corredor que iba a cambiarlo todo. Y no sólo en el ciclismo norteamericano. Hablamos, claro está, de Lance Armstrong.

La historia de resurrección y gloria de Armstrong, mil veces leída, mil veces contada, consiguió lo que los 3 Tours de Lemond no habían podido conseguir, a saber, poner el ciclismo, o al menos el Tour de Francia, en primera plana del deporte estadounidense. A su sombra florecieron todo tipo de imperios, algo que por otra parte nunca se ha terminado de poner en el haber del texano. Así, cuando Lance decidió dejar el ciclismo por vez primera, en 2005, los norteamericanos eran una referencia dentro del ciclismo mundial y corredores como Landis, Hamilton, Hincapie, Leipheimer o Horner eran primeras figuras que durante un lustro aparecieron en todas las quinielas de las grandes pruebas. Al mismo tiempo, carreras como el Tour de California, se consolidaban en el circuito internacional y cada vez eran más los corredores de primer nivel que iban a disputarlas y no a pasearse y disfrutar de unos días de sol y buenas vistas a orillas del Pacífico.

Más allá de los escándalos de dopaje, no sólo de Lance Armstrong, el ciclismo se había convertido en una poderosísima industria dentro del propio país. Y aunque en el primer nivel sólo Discovery Channel, que había tomado el relevo como patrocinador de US Postal (éste a su vez había sido el heredero de Motorola), aparecía como sponsor principal de un equipo; a nivel Continental el ciclismo estadounidense gozaba de buena salud, con hasta 13 equipos inscritos en la temporada 2005, y un circuito nacional cada vez más consolidado, con multitud de carreras semi-amateurs o continentales donde las jóvenes promesas podían foguearse sin tener que cruzar el charco para ello. Aunque los días de vino y rosas que habían protagonizado Armstrong y sus chicos quedaban atrás, parecía obvio que el relevo estaba asegurado y que era cuestión de tiempo, de poco tiempo, que otro gran campeón volviese a aparecer.

Sin embargo han pasado ya 12 años de la primera retirada de Lance (7 de la segunda) y el ciclismo norteamericano vive instalado desde hace al menos un lustro en una curiosa dicotomía que nos puede remitir a la que viven países de mucha mayor tradición, como Francia o Bélgica. Por una parte nos encontramos con una ausencia total de un líder carismático, una figura de primer nivel como en su día fueron Lemond o Armstrong. Corredores como Talansky, Van Garderen, Phinney o Danielson, señalados en su momento como herederos, se han quedado lejos no ya de cumplir las expectativas, sino de ser siquiera competitivos al máximo nivel. Otros más jóvenes, como Dombrowski o Craddock, apuntan maneras pero en ningún caso dan señales de ser corredores que vayan a poder someter a una generación de vueltómanos como sí hicieran en su momento sus “hermanos mayores”.

Pero en el otro lado de la moneda tenemos el excelente momento que vive el ciclismo norteamericano a todos los demás niveles. Y es que, a falta de una figura mundial de referencia, existe una extensa clase media, algo de lo que carecía el ciclismo yanqui en la época de Lemond o Armstrong, diseminada por todo el pelotón internacional. Un pelotón en el que los equipos norteamericanos son, además, mayoría. Nadie tiene más equipos que Estados Unidos en el World Tour de 2017: BMC, Trek y Cannondale son equipos con licencia norteamericana; mientras que Novo Nordisk y Unitedhealthcare, en Profesional Continental, completan un cuadro que nos devuelve la imagen de un ciclismo cada vez más sano y consolidado, con patrocinadores de largo recorrido y cada vez más carreras de primer nivel, pues al Tour de California hay que sumarle el Tour de Utah o el Tour de Colorado, ambas de categoría .HC y ambas cada vez más atractivas, tanto para los corredores como para el espectador.

Han pasado tres décadas desde que aquellos primeros pioneros, los Lemond, Hampsten, Kiefel y demás, se aventurasen a cruzar el Atlántico y batirse de igual a igual con ciclistas de países que llevaban casi un siglo de ventaja. El espíritu indómito, casi desafiante, que tan a menudo ha caracterizado al pueblo norteamericano les sirvió para conquistar Europa, especialmente Francia, ahondando en ese vínculo tan intenso como contradictorio que une a yanquis y franceses. Pero cuando el fulgor de sus estrellas declinó, lo que ha salido a la luz es que detrás del brillo cegador de aquellas había gente haciendo su trabajo, un buen trabajo, a tenor de lo visto. Corredores, patrocinadores y carreras: el Santo Grial del ciclismo. Los norteamericanos lo tienen y conociéndoles a lo mejor sí, es sólo cuestión de tiempo, de un poco más, que otra figura vuelva a conquistar París.

SERGIO ESPADA

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