CHAVANEL, EL ADIÓS DEL ÚLTIMO ROMÁNTICO

No fue el más grande de su tiempo, ni siquiera en su país. Y quizá nunca lo deseó. Cargó en sus inicios, como ha hecho cualquier francés que despunte mínimamente en los últimos treinta años, con el insoportable peso de ser el “nuevo Hinault”, el “siguiente Fignon”, el corredor que vuelva a hacer sonar La Marsellesa en los Campos Elíseos a finales de julio. Su prometedor paso por el campo amateur le llevó a debutar en profesionales sin haber cumplido los 21 años de la mano de Jean-René Bernaudeau y cuando aquella lejana primera temporada del siglo XXI tocaba a su fin, Sylvain Chavanel levantó los brazos por primera vez en Mont de l’Enclus, en el final de la primera etapa del Circuito Francobelga. Era el 29 de septiembre del año 2000. Las Torres Gemelas seguían en pie, George Bush Jr. aún no había sido elegido presidente de Estados Unidos y en una España en la que aún se pagaba en pesetas, José María Aznar acababa de ser reelegido para una segunda legislatura. Lance Armstrong había conquistado su segundo Tour de Francia y en la mayoría de los hogares, para conectarse a internet había que usar la conexión telefónica inhabilitando con ello el fijo. Ese era el mundo en el que un imberbe Chavanel daba sus primeros pasos en el ciclismo profesional.

Han pasado dieciocho años desde entonces y ese mundo es pura arqueología. Con cada vez menos tiempo para la pausa y la reflexión, vemos pasar ante nuestros ojos los últimos vestigios de aquello sin percatarnos apenas de su final. Salvo cuando algo nos obliga a apretar el freno en seco y nos invita a hacer balance. Ese “algo” suele ser un suceso trascendental o, al menos, con una profunda carga simbólica. Algo como la retirada de un ciclista icónico, por ejemplo. Algo como la retirada de un ciclista que, sin grandes victorias en su palmarés, deja tras de sí el aroma del ciclismo más puro, más romántico. Más auténtico.

Chavanel no fue el más grande de su tiempo y sin embargo su retirada merece una mención aparte. Quizá porque su forma de correr escapaba a la fría e injusta objetivación de los resultados. Chavanel no era un corredor al que uno se sentase para verle ganar, Chavanel era un corredor al que uno se sentaba para verle correr igual que uno se sienta a ver un atardecer en la playa o la lluvia resbalar detrás de una ventana. Por el mero placer de contemplar algo intrínsecamente bello, algo que no pertenece al ámbito de los resultados.

Generoso en el esfuerzo, tanto si los focos estaban puestos sobre él como si lo estaban sobre sus jefes (para el recuerdo, aquella casi victoria en el Tour de Flandes de 2011 donde hasta la recta final estuvo esperando a que Boonen enlazase para hacerle de lanzador, algo que finalmente le iba a costar la gloria de conseguir el que habría sido su único monumento), atrevido y audaz en carrera, encontró en la lucha en solitario contra el crono la forma más directa de elevar su cuenta de victorias. Pero como él mismo nos dijo en la entrevista que nos concedió en plena Vuelta a España de 2015, en el ciclismo cada vez hay menos hueco para ciclistas que no son especialistas en algo concreto. Quizá por eso sus 18 temporadas como profesional en las que ha batido el récord de etapas y ediciones disputadas en un Tour de Francia (369 y 18, con sólo dos abandonos) sean una excelente manera de calibrar la trascendencia de un corredor que, cuando decidía ir a por el triunfo, nunca giraba la cabeza, nunca miraba hacia atrás.

Quizá sea así como haya que hacerlo siempre, con todo, pero a nosotros nos ha podido la tentación de frenar en seco y mirar por la ventanilla de atrás una última vez antes de despedirnos para siempre del último romántico del ciclismo francés. Del corredor que quizá nadie hubiésemos anhelado ser pero al que, a buen seguro, todos hubiésemos querido tener a nuestro lado.

Merci por tout, Monsieur Chavanel

SERGIO ESPADA

@SespadaM

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