Desde que el Tour le nombrara mejor escalador de la historia, el toledano ha sido todavía más leyenda, más mito. Lo que los niños de generaciones posteriores escucharon sobre él, porque no conocieron de primera mano su obra, fue que era un escalador tan magnífico que se paraba en la cima de los puertos a tomar helados mientras esperaba al pelotón. Una coletilla que el propio Federico desmiente cada vez que se le pregunta por ella, pero que ha pasado al imaginario colectivo como cierta. Así son las leyendas.
Seguramente no fuera tan grandioso como nos cuentan, al menos en parte. Los que le vivieron tenían en él a un pionero que ponía firmes a los franceses, los que tantas veces nos habían ganado en todo, y en su casa, donde más duele. Fue el primer español en ganar el Tour, aunque no el primero en merecerlo. Eso siempre marca y deja huella para siempre. La costumbre de las victorias resta épica y reconocimiento a los que vienen después.
Sucede que de generación en generación y dependiendo de la intención del transmisor de la historia, hay detalles que cambian. En este caso, el mejor escalador de la historia merecía este engordamiento de su trayectoria, como el corredor que luchaba contra todos los elementos y salió victorioso. Fue muy cierto, aunque en ocasiones, las más, también perdía. Le pasó en la Vuelta, donde ni ganó ni estuvo cerca.
El ciclismo, como la vida, siempre será más fácil con el paso del tiempo. Así nos lo hicieron saber las generaciones anteriores y así se lo transmitimos a las demás, con la sensación de que siempre las carreteras y los medios hacen todo más sencillo. Y las leyendas lo serán cada vez más, con un carácter que nadie ni nada podrá desmentir. En el ciclismo siempre lo será el primer gran escalador, el que después acaparó el término que le definía como el mejor de la historia. Gracias, Águila.
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