Dicen los que le vieron correr que en categorías inferiores había quien le ganaba (Simoni). Pero al llegar a su momento, nadie, absolutamente nadie, tenía ese golpe de pedal, ese orgullo y casta de campeón, insatisfecho incluso en la victoria. Es él, el mejor escalador que se recuerda, porque los anteriores quedan ya fuera de nuestra memoria, aunque marchado hace ya casi diez años.
Los homenajes oportunistas no han hecho más que comenzar. El Giro le rinde homenaje de una forma timorata y simplona, olvidando que el día en el que nació Marco se ascendía un puerto llamado Mortirolo. Aunque realmente quien mejor le puede regalar un recuerdo serían los ciclistas, realizando ataques sin mirar atrás, ofreciendo espectáculo con la única intención de ganar, de derrotar al adversario cueste lo que cueste, sea lo superior que sea.
El Giro también olvida la última subida en la que le vimos atacar, brillar. Fue la Cascata del Toce, donde el destino le cruzó de nuevo con Simoni, que no le regaló la etapa. Quien le ganaba en categorías inferiores prácticamente le iba a retirar. Justo lo que Marco le pidió a Armstrong en el Mont Ventoux, que nadie le dejara ganar, al menos de forma evidente. Porque ese no era el estilo de este alopécico corredor. Victoria o derrota, no entendía de medias tintas ni exaltación de la apariencia.
Con él se fue el vestigio de un ciclismo que aún no se ha vuelto a recuperar salvo benditas excepciones. Marco fue más que una leyenda, fue un estilo que jamás se vio y alguna vez nos contaron. El más añorado. El rey del cielo, porque allá donde vaya, siempre será el mejor. O lo intentará.