El Tour comenzó antes, aunque no mucho. Ello le predestinó un prestigio del que aún consta. Los ciclistas de la época ya crecieron sabiendo a qué carrera aspirar, pese a que alguna clásica ya había echado a andar aún antes de la llegada del siglo XX. Seis años más tarde que la primera edición del Tour se dio la primera del Giro.
Desde aquellos momentos comenzó una carrera, pero más una paralela entre ambas pruebas, comenzando la italiana con unas participaciones más limitadas y teniendo una mayor dificultad para salir adelante. La pasión y la fama a la que se fue poco a poco agarrando el Giro fue haciendo sombra al Tour, todopoderoso desde el principio de los tiempos.
El Giro fue gracia de sus grandes estrellas, muy comprometidas desde el principio con la ronda de su país. El primer gran campeón fue Binda, que extendió su prestigio al Campeonato del Mundo. La suerte de tener a Bartali primero y Coppi después compitiendo por la cada vez más famosa maglia rosa, algo diferente de lo encontrado en el resto de maillots de líder.
A partir de los años ’50 los grandes líderes del mes de julio traspasaban la frontera para enfrentarse a montañas, apasionadas legiones de gente y rivales patrios fieros y despiadados con los forasteros. Un entorno hostil que atraía, un reto de tan gran dificultad que ensalzaba a los grandes campeones. Marcados, todo hay que decirlo, por el constante prestigio de un reloj marcado Tour.
El gran prestigio del Giro se podría decir que surgió en los años ’70. Mientras el caníbal Merckx se anotaba Tour tras Tour con buenas batallas, pero con seguridad, en Italia le costaba ganar, con un escalador de frente que elevó a épico cada enfrentamiento allí: José Manuel Fuente.
Aún en la década siguiente se mantendría esa dualidad, pero habría excepciones clave que evitarían el Giro para únicamente centrarse en Francia. Caso de Lemond, un prototipo norteamericano que sería germen de lo que veríamos en los años 2000. En los ’90 el Tour ya no sería nada comparable. Lástima de una concepción del ciclismo adaptada a los locales Moser y Saronni, flojos en alta montaña, lo que condicionó el espectáculo visto y alejó esa épica tan atractiva de la carrera rosa.
En los 90 sólo la irrupción de Pantani y los escarceos de Indurain salvaron a un cada vez más anónimo Giro, corroborado en la edición del 2000. Desde ahí la cuesta abajo sólo se ha paliado con algún año mediático debido a la presencia casual de algún astro, ya fuera por circunstancias especiales o debido a acuerdos comerciales con los gestores de la prueba.
Nunca el Giro ha sido más que el Tour. Sí en apariencia, pero no en la realidad. Quien da primero da dos veces. Más aún con la entente construida por ASO en torno a la figura de la mejor carrera de tres semanas del mundo. Ya sólo existe esa y las demás quedan para los nostálgicos o los consumidores de un nuevo ciclismo, poco apetente para otros. Buenos comerciales, buenos titulares que digerir, pero poco contenido ciclista. Ojalá el tiempo nos devuelva esa épica que se espera mayo tras mayo de la definida como “carrera más dura del mundo”.